Me
acuerdo la primera vez que entré a una sala, fue hace unos 3 años atrás durante
mi trayecto por Taller 2. Si, ¡ya sé! esa afirmación hará surgir preguntas como
¿No fuiste al jardín?, ¿no te escabulliste durante la primaria a saludar a la
seño que extrañabas?, ¿no buscaste recuperar los olores, sensaciones que tenías
en tu sala de 4?, ¿no espiaste la sala de 5 y los juguetes que hacía algunos
años te acompañaban en tu día a día?... Sin ir tan lejos, ¿no participaste de
alguna actividad de algún sobrino/hijo en un jardín?
Cuando
hablo de “primera vez”, en realidad me refiero a cuando inauguré la otra
mirada, la cual no apareció en mi experiencia personal como alumna, como melancólica
o acompañante de otro pequeño protagonista. Esa mirada profunda, llena de
interrogantes, desafíos, expectativas, miedos, inquietudes, única y a mi
parecer una de las mejores miradas que elegí tener: una mirada pedagógica, con
vocación, con determinación, con un objetivo que parecerá descabellado a la
vista de muchos pero para mí es esencial: “cambiar el mundo” de esas pequeñas
personitas que por suerte se cruzan en nuestra tarea diaria, con sus preguntas,
su curiosidad a flor de piel, con sus abrazos, carencias, con su necesidad de
aprender y su forma tan particular de enseñar.
Ese
momento estaba cargado de incertidumbre, por suerte ahora me doy cuenta que me
ayudo a comprender por qué elegí esta carrera, por qué estaba ahí, con esos
chicos de sala de 4 compartiendo mis mañanas. Al principio me sentí
desorientada, si bien me era todo familiar, a la vez era todo nuevo, distinto.
Recuerdo que el momento del desayuno no era
para charlar con mis amigos, pelearme por una galletita o reírme a carcajadas;
para mí era el momento ideal para enseñar millones de cosas que a la vista de
los adultos resultan tan obvias. Estos espacios, como dice Ruth Harf,
considerados actividades de rutinas o cotidianas (como el saludo, el descanso,
la higiene, entre otras) no son una respuesta a una necesidad fisológica o mera
transmisión de una costumbre de la sociedad, para nosotros los docentes, son
oportunidades valiosas para la enseñanza de actitudes y valores, conceptos y
procedimientos.
Al
mismo tiempo, me permitía acercarme a los niños, charlar con ellos, escucharlos
y que me escuchen, conocerlos y que me conozcan. ¿Y vos quién sos?, ¿cómo te
llamas?, ¿hoy te quedas?. Momento personal e íntimo entre nosotros, cargado de
sensaciones y a la vez tan significativo.
Así
transcurrieron los días, los primeros. En los cuales conocí al grupo, a la
docente y a él, ese nene que “siempre
pegaba”, “siempre molestaba”, “siempre quería los juguetes para él”, y si
no pegaba “¿por qué pegas como él?”, “siempre gritaba”, “siempre trataba mal”,
“¿ahora pegas como él?”. Pase lo que pase, era el claro ejemplo de lo que
estaba mal, desordenado e incorrecto… Según su seño, la que compartía el día a
día, la que lo acompañaba, lo escuchaba, lo ayudaba, lo entendía… O en realidad
no.
Una
mañana, me senté a desayunar en su mesa, observaba a los niños y reía con sus
ocurrencias, hasta que en un momento, un compañero le quiso pegar y yo
intervine, explicando que no se debían hacer eso, que podían charlar las cosas
sin necesidad de lastimarse. Él, ese nene que siempre pegaba, que siempre gritaba, que siempre… Me dio la razón y me dijo: “Ayer mi papá le pegó a mi
mamá, así en la cara”. En ese momento me quedé paralizada y busqué a la persona
que pensé que podía ayudarme, que iba a hacer algo al respecto… Ya no iba a hacer
siempre, iba a haber un ¿por qué?, ¿por qué ese nene representa esas
características?, ¿qué se puede hacer para ayudarlo?, ¿a quién podemos recurrir
en estos casos?. El niño siempre veía y formaba parte de un entorno violento,
era responsabilidad de esa docente cambiar ese “siempre”, transformarlo… O eso
pensaba yo.
La
respuesta, si se puede llamar así, ya que no sentí que pudiera hacerme olvidar
todos mis interrogantes, fue: -“Acostumbrarte,
casos como estos vas a ver muchos”. Acostumbrarse… ¿Acostumbrarse?, lo
busqué en el diccionario:
1.
verbo
pronominal
(acostumbrarse)
Adquirir
determinada cosa como costumbre.
2.
(acostumbrarse)
Dejar de
encontrar molesta o extraña cierta cosa o persona.
… ¿costumbre?
, lo busqué en el diccionario:
Manera habitual de obrar una persona, animal
o colectividad, establecida por un largo uso o adquirida por la repetición de
actos de la misma especie.
2. Práctica habitual de una persona,
animal o colectividad.
Es
decir que ante los ojos de esa docente, referente para mí en ese momento, que
tenía muchos más años de experiencia que yo y con la cual compartía mi vocación
y de la que esperaba una actitud diferente, yo tenía que acostumbrarme a que un
nene de 4 años me contara en un desayuno un acto de violencia de sus padres,
debía considerarlo habitual, casi una costumbre en su casa.
Yo
tenía que tomarlo como algo común, que pasa todos los días. Era una costumbre
la actitud del padre, era una costumbre del niño observarlo, era una costumbre
que me lo transmita… Es decir, era completamente natural que el se encontrara
alterado, quisiera pegar, gritar… era una costumbre, no una manifestación de
que algo andaba mal, no una forma de pedir ayuda, no una manera a sus tan
cortos 4 años de edad de decir: ¡¡Algo no anda bien!!
Asì
encontré la primer constradicción, en primer lugar con la maestra ya que lo
primero que se me viene a la cabeza es “la figura de base segura”, vínculo que
crea el niño con el adulto a través de la proximidad física y social. Esta
persona considerada como “base segura” provee de cuidado físico y emocional al
niño y está atento a las señales que el mismo da, interpretándolas y dándo
respuesta. Sin dudas esta docente no cumplió ese rol ya que ignoró las señales
que este pequeño le estaba dando a través de su comportamiento, no las
interpretó, ni hizo nada al respecto.
En
segundo lugar una contradicción con la familia, ya que se considera que es el
lugar dónde el ser humano se desarrolla psíquica y biológicamente, que es el
ámbito de contención afectiva que le permite al sujeto construir su identidad y
que es el lugar dónde se aprenden valores y conductas. Esto significa que los
niños que forjan en sus hogares modelos de relación violentos, tienden a reproducirlos.
Cuando hablo de “violento” no me refiero solo a lo físico sino también a lo
psicológico, si bien este tipo de violencia es más difícil de detectar ya que
no deja huellas “físicas” ambas dejan “marcas” a quienes la padecen o conviven
con ella. En este caso, este niño “pegaba”, “gritaba” y se comportaba de esta
manera ya que sus modelos a seguir lo hacían de esta forma, él estaba
“acostumbrado” a comunicarse y relacionarse así.
Creo
que nosotras como docentes debemos considerar los aspectos sociales que rodean
la vida de nuestros alumnos y sus familias. En este caso, esa maestra ignoró la
situación y naturalizó la realidad de este niño siendo partícipe de otro tipo
de ambiente violento, ya que con su actitud ejerció un abandono emocional hacia
ese niño que estaba queriéndonos decir algo.
La falta de respuesta ante sus enojos, llantos, esas expresiones
emocionales que actuaban como señales, la falta de proximidad, interacción y contacto
por parte de ella también es un tipo de maltrato.
Por
mi cabeza pasaron tantas preguntas sin responder: ¿Y si hacemos algo?, ¿si
desnaturalizamos esa situación?, ¿si pensamos que podemos cambiar el mundo de
ese niño?, ¿si tomamos con conciencia y responsabilidad nuestra tarea docente?.
¿Cuál es nuestra obligación?, ¿cómo podemos ayudar a ese niño que atraviesa un
día a día violento?, ¿cómo llegar a sus padres?, ¿qué podemos hacer en casos
como estos?... Si esa “costumbre” iba más allá, si ese nene no solo la veía
como espectador, ¿también hay que naturalizarlo?.
Coincido
en lo que dice Rousseau: “La única
costumbre que hay que enseñar a los niños es que no se sometan a ninguna”,
y que nosotros desde nuestro rol
podemos acompañarlos a ellos ya sus familias en la búsqueda de soluciones, orientandolos.
A nuestro alcance está la tarea de la prevención de la violencia, si
bien es una prevención primaria podemos promover acciones dentro de la
comunidad de la que formemos parte dónde se tome conciencia de la magnitud del
problema; por ejemplo buscando especialistas que den charlas sobre la temática.
Se
trata acerca de ser instituciones participativas e inclusivas, que dialoguen
con las familias demostrándoles que hay cosas para construir conjuntamente así como
también hay cosas que no se van a tolerar, por ejemplo el maltrato, el abandono,
la violencia.
La
educación debe garantizar el desarrollo integral de las personas, por eso es su
deber no es solo promover la construcción de conocimientos, sino también
transmitir actitudes, valores y creencias. Para esto se debe estimular la
comunicación, que nos permita encontrar un espacio, ser protagonistas, aprender
a respetar a el otro, a superar las dificultades, entre otras cosas. Nosotras
como docentes debemos garantizar y promover esta comunicación, escuchar a
nuestros alumnos y fomentar la relación con las familias para conocerlos,
entenderlos y ayudarlos en todo lo que esté a nuestro alcance.
“Intervenir no es fácil. Las dudas, los
miedos, la inseguridad, las carencias formativas, la soledad de los profesiones
y la falta de recursos a los cuales apelar con frecuencia llevan a “ignorar lo
que se ve”. Lamentablemente el silencio y la indiferencia no hacen más que
perpetuar y agravar la situación de este “dolor invisible de la infancia””. -
UNICEF
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